10.-El caballo desbocado de los pensamientos

Recuerdo hace ya unos cuantos años, en unas vacaciones que pasamos en Menorca, que busqué actividades para hacer con mi pareja. En aquella época no teníamos hijos y siempre me ha gustado probar cosas nuevas, especialmente deportes de aventura.

Un día alquilamos una zodiac y casi se nos hunde por no hacer caso al hombre que nos la dejó. Nos recomendó navegar solo por una zona de la isla y evitar la otra por el oleaje. Pero, como ya habíamos recorrido la parte tranquila, decidimos ir igualmente hacia la otra… y mejor no entro en más detalles.

La experiencia que de verdad me marcó fue otra: una ruta a caballo. Antes de viajar vi que había dos modalidades: principiante y avanzado. La de principiante era la que hacía todo el mundo: caballos andando y tranquilos. Pero si elegías la de avanzado, te llevaban a galope por zonas más espectaculares.


Como no, elegimos la de avanzado.

Mi mujer monta a caballo desde pequeña y yo solo lo había hecho alguna vez, pero la semana previa al viaje estuvimos practicando cada día para ir un poco más preparados. Cuando llegamos a la excursión, solo estábamos nosotros dos y el monitor. Nos preguntó si sabíamos montar y, sin dudarlo, dijimos que sí.

Al principio caminamos un poco, luego trotamos y en cuanto el guía nos animó a “darle caña”, los caballos empezaron a correr. Me di cuenta enseguida de que no me hacían ni el más mínimo caso. Nuestros caballos perseguían al de adelante y no paraban hasta que él se detenía. Nosotros no teníamos ningún control.

Recuerdo con claridad el tramo más angustioso: un galope a toda velocidad por un sendero estrecho entre árboles, obligados a agacharnos para esquivar ramas. Jamás he sentido tanto miedo. En un descanso, el guía nos confesó que había tenido un accidente con otro grupo y que incluso un cliente lo quiso denunciar. No me extraña: la fuerza del caballo es impresionante y la sensación de no poder dominarlo es brutal.

Y ahí está la metáfora que me sirve para explicar lo que me ocurre con mis pensamientos intrusivos: muchas veces siento que son como un caballo desbocado. Intento frenarlos, pero no me hacen caso. Ellos corren solos, me arrastran detrás de ellos, y yo solo puedo aguantarme fuerte.

Vivir así no es sencillo. Los pensamientos se enganchan, se repiten, me persiguen. Sin embargo, con terapia, escribiendo, haciendo ejercicio y conociéndome más, trato de aprender a “domar poco a poco ese caballo”.

Creo que cada uno de nosotros tiene un caballo distinto: algunos son dóciles, fáciles de llevar; otros, en cambio, son salvajes, imprevisibles, y obligan a estar siempre alerta porque sabes que en cualquier momento pueden descontrolarse.
Así es nuestra mente.