17.- La diferencia de ritmos en la rehabilitación: ludópata y familiar

Uno de los problemas más comunes en la rehabilitación de la ludopatía, y que muchas veces se convierte en motivo de tensión dentro de la familia, es la diferencia de ritmos con la que avanzan el ludópata y sus familiares más cercanos. Aunque ambos forman parte del proceso, cada uno lo vive desde una perspectiva distinta, con tiempos y necesidades diferentes.

Desde el lado del ludópata, las terapias van deshaciendo poco a poco los nudos internos: la culpa, la vergüenza, la ansiedad, los patrones de pensamiento que mantenían el ciclo del juego. Con ayuda del psicólogo o el psiquiatra, uno va encontrando explicaciones y, sobre todo, herramientas para ir gestionando su vida sin recurrir al juego. Es un proceso duro, pero también liberador, porque poco a poco sientes que algo va cambiando dentro de ti.

En paralelo, el familiar vive otra experiencia. A él le toca convivir con la incertidumbre y con la duda permanente: ¿habrá recaído? ¿me estará diciendo la verdad? El ludópata es el único que sabe con certeza si ha dejado de jugar o no, y el resto solo puede confiar… o desconfiar. Ese estado de vigilancia, aunque comprensible, suele convertirse en un muro invisible que separa y genera discusiones constantes.

En mi caso personal, puedo decir que es muy frustrante. Por más que me esfuerzo en hacer las cosas bien, por más tiempo que pasa, siento que la relación con mi entorno no avanza al mismo ritmo que yo. Yo percibo cambios internos reales, pero la mirada del otro parece congelada en el pasado, incapaz de soltar la desconfianza y anclada en el sufrimiento generado . Eso duele, y mucho.

Hoy mismo lo comenté en consulta, y mi psicóloga me recomendó que mi mujer también acudiera a terapia. Porque si yo necesito herramientas para sanar mi parte, ella también necesita recursos para trabajar la suya. No basta con que el enfermo cambie: la pareja, los padres o los hijos también tienen que recorrer su propio camino de adaptación. De lo contrario, la distancia se agranda.

Lo curioso es que ayer, después de la terapia, hablé con un par de familiares y les expuse esta idea: que ellos iban a otro ritmo. Y sus respuestas fueron, literalmente, que yo “lo tenía muy subidito”, que me creo que estoy mejor de lo que realmente estoy, y que hablo como si ya estuviera curado. Otra vez la misma sensación: los demás hablando sobre lo que pienso, sobre lo que siento, como si ellos lo supieran mejor que yo. Se que todos sus comentarios son con cariño y con ánimo de ayudar, y más viniendo de las personas que venían, que se que me aprecian . Sin embargo, con la psicóloga ocurre lo contrario: ella escucha, pregunta, analiza y, según lo que observa, busca ofrecerme herramientas. Pero no juzga si lo que siento es cierto o no, creo que ella da por hecho que si lo digo , es que lo siento. Pero el resto de las personas parece tener la necesidad de colocarte en el lugar que ellos creen que debes ocupar.

Aquí aparece otra trampa: la etiqueta del ludópata como “soberbio”. Si dices algo con convicción, enseguida se interpreta como arrogancia o autoengaño. Y claro, como somos los enfermos, parece que siempre tenemos menos razón que los demás. Es una situación extraña, en la que convives con la sensación de que otros saben más de ti que tú mismo. Y al final, eso se convierte en una batalla diaria: no solo contra el impulso de jugar, sino también contra la constante necesidad de reafirmarte en quién eres y en lo que realmente estás sintiendo.

Ayer, además, hubo un comentario en la terapia que me marcó mucho. Lo hizo el padre de un chico con el mismo problema, y aunque sé que muchos no estarán de acuerdo porque tienen posturas más radicales, creo que merece ser escuchado. Él contó que su hijo había estado dando charlas en la cárcel, y se dio cuenta de algo llamativo: cuando una persona roba, agrede o incluso mata, cumple una condena. Y cuando esa condena termina, se le considera libre, con la posibilidad de rehacer su vida. Incluso antes de cumplir la totalidad de la pena, si demuestra buen comportamiento, se le reconocen avances y se le otorgan beneficios. En cambio, con el ludópata parece no existir esa oportunidad: el estigma y la desconfianza lo acompañan para toda la vida. Da igual el tiempo, da igual lo mucho que cambie: siempre quedará señalado, como si su condena nunca terminara.

Esa reflexión me removió profundamente. Porque al final, lo que buscamos quienes estamos en rehabilitación no es ser vistos como perfectos ni como inmunes a una recaída, sino como personas que están luchando con todas sus fuerzas por vivir de otra manera. Y si a cualquier otro preso se le reconoce el mérito de hacer las cosas bien, ¿por qué no a nosotros?

Quizá ahí esté una de las claves: que la sociedad, y especialmente los entornos más cercanos, aprendan también a soltar parte de su condena. Porque la rehabilitación no puede ser solo un trabajo del ludópata; es un proceso compartido. Y si cada parte no avanza en su propio camino, el peso de la desconfianza puede llegar a ser más destructivo que la propia enfermedad.