ANTI-TRADING
23.- Un testimonio que me rompió por dentro
Hace un par de días, en terapia, un compañero compartió su testimonio, y debo reconocer que me rompió el alma.
Curiosamente, hacía poco le comentaba a la psicóloga que en ocasiones las sesiones se me hacen un poco repetitivas. Muchas veces los compañeros no se atreven a profundizar en las cuestiones más dolorosas, y terminan contando siempre lo mismo, de manera superficial. Eso hace que, a ratos, las terapias se vuelvan predecibles e incluso algo aburridas.
Pero esta vez fue distinto. Esta vez alguien se atrevió a desnudarse emocionalmente y a contar algo tan duro, tan humano, que nos obligó a todos a mirar de frente hasta dónde puede llegar la enfermedad. Esa valentía nos hizo comprender, una vez más, que las adicciones, tanto con sustancia como sin sustancia, no son un simple hábito o un mal comportamiento. Son un verdadero secuestro del cerebro.
Las adicciones hackean nuestro sistema dopaminérgico. Y cuando eso sucede, la sustancia, o en este caso el juego, se convierten para el cerebro en una cuestión de supervivencia. No es una exageración: tu mente lo interpreta como una necesidad básica, tan importante —o incluso más— que comer o beber. Así de poderosa y destructiva es esta enfermedad.
Prometo desarrollar este mecanismo con más detalle en un artículo aparte dentro del blog. Hoy solo quiero quedarme en lo que vivimos en aquella terapia, porque merece ser contado.
El compañero relató que, en su época más oscura, estaba casado y tenía una hija de unos 10 años. Su mujer trabajaba por las noches y él, cuando la niña ya estaba dormida, se subía al coche y conducía más de 50 km hasta otra ciudad para jugar al bingo. Lo hacía con una mezcla de excitación y desesperación. Y lo más sobrecogedor fue escuchar cómo, de regreso a casa, solo rezaba para que la niña no se hubiera despertado en su ausencia.
Supongo que todos los presentes, especialmente los que tenemos hijos, nos estremecimos al imaginar la escena. La mente tiende a dramatizar, y yo no podía dejar de pensar en esa niña despertando sola, sin su padre y sin forma de comunicarse con nadie. ¿Cómo puede la cabeza de un adicto llegar a desconectarse tanto de la realidad como para no ver algo tan evidente?
La respuesta, por dura que sea, está en la enfermedad. La adicción roba tu capacidad de razonar, te arrastra a un túnel donde el juego o la sustancia se convierten en lo único que importa. El resto —tu familia, tus responsabilidades, incluso tu propia seguridad— queda en un segundo plano.
Yo, que apenas estoy empezando a descubrir de qué va todo esto, me di cuenta de que aún me queda muchísimo por aprender. Escuchar a mi compañero fue doloroso, sí, pero también necesario. Porque a través de su dolor, todos comprendimos un poco mejor el nuestro.
Y tal vez de eso se trate la terapia: de atrevernos a contar lo que más nos avergüenza, lo que más nos duele, porque ahí, en esas historias que duelen, es donde todos encontramos un espejo.
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