34.- El precio del autoengaño

Ayer no fui a terapia. No me encontraba bien. Por la mañana tuve una especie de “bajada de tensión”, como suelo llamarlo yo, aunque no sé si realmente es eso o más bien un “K.O. técnico”. Me pasa a veces cuando el estrés se acumula demasiado y mi cuerpo dice basta. Me quedo mareado, con una sensación física extraña, como si algo dentro de mí se apagara por un momento, como si me atrapara hacia dentro.

Ayer se me juntaron demasiadas cosas. Por un lado, un par de líos en el trabajo. Por otro, una conversación pendiente con la abogada que me lleva el tema de la Ley de Segunda Oportunidad. Todo eso, sumado al cansancio y al peso emocional de los últimos meses, terminó por desbordarme. Hablé con ella por teléfono y me explicó algo que me removió mucho: si me acojo a esta ley debo estar en impago total, también con Hacienda. Yo no quería hacerlo. Tenía previsto pagar la segunda parte de la declaración de la renta en noviembre, algo más de 5.000 euros, con dinero prestado por mi mujer. Pero su respuesta fue clara: no puedo hacerlo, tengo que estar completamente en impago. Además me advirtió de que debía protegerme o bien sacando todo el dinero , durante todo el proceso ( meses ) o bien abriendo otra cuenta bancaria y cambiar todo allí, porque Hacienda puede retener el dinero directamente de mi cuenta. Debo protegerme. Y esa palabra, “protegerme”, resonó con fuerza.

Hace un año, precisamente, no supe hacerlo. A principios del año pasado realicé una operación en bolsa que me dejó un beneficio cercano a los 90.000 euros en apenas una semana. Con esa cantidad podría haber saldado todas mis deudas y haber empezado de cero, pero no lo hice. En aquel momento estaba mentalmente destrozado. Llevaba meses con una ansiedad brutal en el trabajo, con la sensación de que todo me superaba y de que nada salía bien. En mi cabeza solo había una idea: multiplicar ese dinero. Pensaba que si conseguía triplicarlo podría pagar mis deudas, mantener a mi familia durante un tiempo y, además, seguir haciendo trading de forma profesional. Saldar las deudas y quedarme a cero, pese a que es la solución que tengo ahora encima de la mesa con la Ley de Segunda Oportunidad, en aquella época no solucionaba nada, pues me quedaba anclado a un trabajo que odiaba con todas mis fuerzas y que me estaba destruyendo.

Lo que vino después fue un auténtico desastre. Volví a invertir, convencido de que era una decisión racional, pero la empresa empezó a caer sin parar. En lugar de frenar, seguí metiendo más dinero cada cierto tiempo , una y otra vez, hasta que, pasado unos meses, lo había metido todo. Cuando quise reaccionar, ya no quedaba nada. El miedo me paralizó: miedo a no poder pagar a Hacienda, miedo a que mi mujer se enterara, miedo a enfrentarme a la realidad. Y el miedo, cuando se mezcla con la desesperación, se convierte en un cóctel peligroso. Me endeudé aún más para tapar el agujero. Si algo tiene que salir mal, saldrá mal. Y en mi caso fue así: la empresa siguió bajando mucho más.

A final de año ya no tenía dinero, debía más que antes y, además, tenía que pagar a Hacienda el año siguiente casi 14.000 euros que no podía pagar. Fue entonces cuando empecé a hacer algo aún peor: buscar la manera de compensar esos beneficios que había tenido al inicio del año con pérdidas para no tener que pagar ese dinero. En mi cabeza sonaba lógico, pero no lo era en absoluto, porque la ley esta hecha para que no hagas eso. Conozco la ley, y sin embargo en esos momentos mi mente anuló esa información, metiéndome en el más absoluto autoengaño, haciéndome creer que estaba haciendo lo correcto, la única alternativa que podía seguir. Recuerdo incluso sentir una especie de alivio temporal cuando veía que, gracias a esas pérdidas, mi resultado fiscal se reducía.

Aun recuerdo , meses después, cuando llegó el momento de hacer la declaración de la renta otro "K.O. técnico " que sufrí, cuando le conté todo a mi mujer y me dijo que esas perdidas que había intentado generar no servían y que tenia que pagar 14.000 euros. Casi me desmayo por completo. Creo que fue el punto de máximo dolor que he sentido nunca. El instante mismo de darse cuenta de repente de la cruda realidad, que hasta ese momento nunca había reconocido. Nadie en su sano juicio hace lo que yo había hecho todos estos años. Acababa de reconocer que tenia un problema.

Esa etapa fue la más oscura. Me levantaba por la mañana con un nudo en el estómago, incapaz de mirarme al espejo. Intentaba disimular delante de mi familia, sonreír, aparentar normalidad, pero por dentro estaba roto. Ya no pensaba en ganar dinero, sino en evitar el castigo, en tapar los agujeros, en sobrevivir. Cuando vives así, tu cabeza deja de ser tu aliada y se convierte en tu prisión.

Sabía que no tenía salida. Y cuando tu mente se ve sin salida, aparecen pensamientos muy oscuros. Pensé en quitarme del medio. No era la primera vez que se me pasaba por la cabeza. Pero hubo algo que me frenó: no podía soportar la idea de que mis hijos tuvieran un padre que se había suicidado.

A partir de ahí comenzó el cambio, aunque la solución llegó meses después.

Mi mujer decidió apoyarme con el dinero que tenía que pagar a Hacienda. Le estaré eternamente agradecido por ello, pues la vergüenza que se siente por haber arruinado de esta forma mi vida, no me permitía solicitar ayuda a otros familiares.

Empecé a buscar información, ayuda, soluciones reales. Descubrí la Ley de Segunda Oportunidad y, casi al mismo tiempo, me reconocí como lo que realmente era: un ludópata bursátil. Hablé con mi mujer, le expliqué la solución que había encontrado y decidí iniciar el proceso de rehabilitación. Si me arrepiento de algo, es de no haberlo hecho antes. Pero esta enfermedad funciona así: es la enfermedad del autoengaño. Mientras crees que puedes recuperar lo perdido, sigues intentándolo una y otra vez. No piensas que estás jugando; piensas que estás arreglando el problema.

Ahora estoy en otra etapa. Ayer, mientras abría una nueva cuenta bancaria para redirigir mis recibos y proteger el dinero que entra cada mes, pensaba en lo irónico que resulta todo. Hace un año buscaba soluciones rápidas y desesperadas. Hoy busco soluciones lentas, pero reales, aunque sean incómodas. Puede parecer una tontería, pero cada pequeño trámite, cada decisión financiera, cada trámite con el banco o conversación con mi abogada es un examen mental. Antes, cualquier contratiempo habría despertado en mí el mismo patrón de siempre: pedir un préstamo, invertir parte, intentar recuperar rápido. Hoy simplemente respiro, acepto, intento mantener la calma.

Sé que sigo caminando sobre una cuerda floja. Hay días, como ayer, en los que el cuerpo me da señales de que aún queda mucho trabajo por hacer. Pero algo ha cambiado. Ya no huyo. Ya no busco el golpe de suerte. Solo busco mantenerme en pie.

El autoengaño tiene un precio muy alto. No solo en dinero, sino en salud mental, en relaciones, en autoestima. Durante años pensé que la solución era ganar más. Hoy sé que la verdadera solución era dejar de perderme a mí mismo. Puede que avance despacio, pero sigo adelante. Porque esta vez, a diferencia de antes, no busco multiplicar mi dinero: busco recuperar mi paz.