ANTI-TRADING
36.- Iniciando el 4º mes de rehabilitación: la voz que no se apaga
En un par de días iniciaré el cuarto mes en rehabilitación. Parece que llevo un mundo , pero es poco tiempo. Eso si, el tiempo no se detiene y poco a poco seguimos avanzando sin parar. Ayer estuve dándole vueltas a un artículo que escribí hace poco, en el que mencionaba que, durante mi etapa más oscura, se me pasaban por la cabeza muchas cosas. En aquel momento, todas las ideas que surgían tenían un único objetivo: encontrar una solución rápida al desastre económico que yo mismo había provocado.
Pensaba en formas desesperadas de generar ingresos, incluso en marcharme al extranjero a buscar trabajo y dejar a mi familia atrás. Pero ninguna de esas opciones era realista. Necesitaba algo inmediato, porque los fondos del banco apenas me alcanzarían para un par de meses. Ya tenía un segundo empleo para intentar llegar a fin de mes, pero era inestable, aunque bien pagado y me estaba agotando física y mentalmente. No encontraba salida.
En aquel momento no sabía ni que existía la Ley de Segunda Oportunidad. Lo único que veía era refinanciar, rehipotecar y asumir otros ocho años de sufrimiento. Y lo peor no era pensar en mí, sino en ellos: mi mujer y mis hijos. No soportaba imaginar que había arruinado sus vidas. Esa idea me destrozaba.
Mirar de frente el daño que has causado es un dolor difícil de describir.
Ayer, al recordar todo eso, me volví a agobiar. La adicción está reconocida como una enfermedad, pero es una enfermedad invisible, incluso para nosotros, los que la padecemos. Cuando tienes otro tipo de enfermedades que no son mentales , sino físicas, es diferente. Si te dicen que tienes algo en el estómago, o en una pierna, por ejemplo, puedes sentir que tienes el dolor localizado en una zona concreta, tienes la explicación a lo que te pasa que tu mente puede comprender, visualizar y localizar perfectamente. Cuando es tu propia mente la que está enferma, esto es muy diferente. Tu mente no puede ver que es ella misma la que esta enferma. Aunque vayas a terapias como yo, por dentro, no terminas de ver la enfermedad, al menos en mi caso . Constantemente aparecen voces en tu interior que te repiten que eras tu quien hacia todo voluntariamente. A veces todavía me pregunto si realmente tengo una adicción o si todo lo hice voluntariamente. Puede parecer una pregunta absurda, pero no lo es.
La teoría es sencilla, pero lo que se vive por dentro es otra historia. La adicción secuestra la voluntad, y te hace creer que eres tú quien decide, cuando en realidad es ella quien dirige tus pasos.
Recuerdo las palabras de un compañero en terapia:
“He visto a muchos recaer justo a los cuatro meses, cuando llega la etapa de duelo.”
No sé si es eso lo que estoy viviendo ahora, pero lo cierto es que no me encuentro bien. Antes, el juego servía para anestesiar mis pensamientos y mis emociones. Ahora, sin esa “muleta”, todo sale a la superficie.
Cuando intento mirar de frente lo que me duele, me encuentro con tres frentes abiertos:
mi pasado —la separación de mis padres, no conocer a mi padre biológico, los conflictos familiares, la frustración con los estudios—;
mi presente —el trabajo, la familia, la rutina—;
y mi soledad.
Hoy apenas tengo relación con amigos ni con familiares, algo común entre los adictos.
La adicción te aísla, te encierra en ti mismo.
A todo eso se suma el sufrimiento objetivo y tangible: el destrozo económico y el tiempo perdido.
Sé que, si logro resolver las deudas con la Ley de Segunda Oportunidad, muchas cosas cambiarán. Pero el futuro aún me asusta.
Dentro de mí sigue viva esa voz que me dice que podría volver a la bolsa, que no puedo quedarme con la derrota, que todavía hay oportunidades.
Esa voz no se apaga. Da miedo tenerla dentro. Da miedo pensar que quizá nunca volveré a ser una persona “normal”.
Lo peor no es sufrir, sino hacer sufrir a los demás.
Ver cómo mi estado afecta a mi mujer, a mis hijos, a quienes me rodean.
Mi mujer entiende lo que me pasa; cuando me ve mal, me da espacio.
Pero mis hijos no entienden nada. Y me duele pensar qué imagen tendrán de su padre cuando me ven tan apagado o refunfuñón.
El sufrimiento de un adicto es inmenso.
Desde fuera puede parecer exagerado, pero no lo es. Es un dolor que llevas por dentro y que intentas ocultar para no preocupar a los demás.
Y lo más duro es saber que existe una salida rápida a ese sufrimiento: desaparecer.
Muchas veces lo he pensado: “Si me quitara del medio, mi mujer reharía su vida, mis hijos seguirían adelante… todo se arreglaría.”
Pero luego me vienen dos pensamientos: el primero, el sufrimiento que causaría a los que me quieren; el segundo, la pregunta de qué sería de mis hijos sin mí.
Ese dolor —el de imaginar su tristeza— es más fuerte que todo lo demás, mucho más fuerte que todo el dolor que pueda tener por lo demás.
Mi psiquiatra me dijo un día en consulta que soy una persona demasiado empática, que pienso más en los demás que en mí. Quizá esa sea la razón por la que sigo aquí.
Porque no podría soportar causarles ese daño, aunque con ello terminara el mío.
Así que solo me queda seguir adelante.
Vivir este sufrimiento del mejor modo posible, con la esperanza de que, con el tiempo, se transforme.
Seguir rehabilitándome, aprendiendo a gestionarme emocionalmente, a manejar mi dinero, a recuperar estabilidad y sentido.
Buscar actividades que me gusten, compartir la vida con los demás, construir relaciones sanas y verdaderas.
Quiero llegar al día en que pueda mirar atrás y sentir orgullo, no vergüenza.
El día en que pueda decir que la adicción me transformó para bien.
Y que todo este camino, con todo su dolor, me convirtió en una mejor persona.
Por mí.
Por mis hijos.
Y por todos los que aún luchan en silencio contra su propia voz que no se apaga.
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