38.- Protegerse de uno mismo

Ayer volví a terapia grupal después de un par de semanas sin asistir. En las últimas semanas, por motivos de conciliación familiar, he pasado de asistir a dos terapias grupales semanales a una cada quince días. Al final, hay que poner en primer plano lo realmente importante: el cuidado de mis hijos. Pero, además, siento que últimamente las terapias grupales no me están aportando tanto como antes. Se lo comenté a mi psicóloga hace poco: necesito algo más profundo. Necesito entenderme mejor, comprender el mecanismo de la adicción, cómo funciona mi mente. Y muchas veces, en las terapias, no encuentro eso.

En muchas de ellas los enfermos se limitan a decir que están bien, que lo están haciendo bien. Y, de verdad, lo digo con respeto, pero no me lo creo. No me creo que todos estén bien cuando llevamos menos de un año en este proceso. Casi nadie dice lo difícil que es esto, lo jodido que puede llegar a ser. Y esa parte también debería hablarse, porque es parte de la realidad.

Ayer la terapia giró en torno a una pregunta del coordinador: si alguna vez nos habíamos sentido sospechosos de algo que no habíamos hecho. Muchos respondieron que no, otros reconocieron haberse sentido sospechosos, pero de cosas que sí habían hecho, por lo tanto, eran culpables. Yo estuve pensando un rato qué contestar y acabé contando algo que me pasó hace un par de años, algo que aún hoy me duele y que vuelve a aparecer cada vez que tengo una discusión con mi mujer.

Aquel día, me pidió el móvil para hacer una llamada. En esa época seguía operando en bolsa a escondidas, intentando recuperar pérdidas. Creía que la única forma de solucionar el problema era con una operación buena. Para analizar empresas y hacer seguimiento utilizaba un grupo de WhatsApp personal, donde iba guardando pantallazos de gráficos, listados de acciones que subían o bajaban, todo lo que me servía para estudiar más tarde. Cuando ella me pidió el móvil, mi cabeza se puso a la defensiva y le dije que usara el del trabajo. Insistió una y otra vez en que quería el mío. Yo no entendía por qué insistía tanto, pero en el fondo sí lo sabía: no quería que descubriera que seguía operando.

Aquella situación derivó en una desconfianza total por su parte, que se transformó en sospechas de infidelidad. Lo conté en terapia porque me pareció muy distinto sentirse acusado de algo que sí has hecho a sentirse acusado de algo que no has hecho. No tiene nada que ver. Cuando uno es sospechoso de algo que no ha hecho, tiene que demostrar lo que no existe, y eso genera una impotencia enorme. Es una de las cosas que más rabia me dan: que alguien me acuse de algo falso.

También compartí con el grupo algo que me sucedió hace unos días y que ya conté en otro artículo: cuando entré de nuevo en las cuentas de los bróker para sacar los extractos de saldo y ver el gráfico de la empresa con la que perdí tanto dinero. En ese momento noté cómo las pulsaciones se aceleraban. Sentí físicamente la reacción. El cerebro recibió el estímulo: el panel del bróker, los gráficos, las cifras… todo ese entorno que, durante años, asocié al lugar donde obtenía dopamina. El cerebro reconoció el escenario y se activó como si fuera un animal que detecta comida.

Ayer escuchaba en un pódcast una frase que se me quedó grabada: el cerebro quiere esa dopamina a toda costa. No entiende que algo sea malo; entiende que la necesita para sobrevivir. Es el mismo mecanismo que nos empuja a buscar comida o agua. Por eso la respuesta es física, inmediata, real. Las pulsaciones se aceleran, el cuerpo se prepara, y si no se controla, lo siguiente es que la mente empiece a generar pensamientos que te lleven de nuevo ahí, al juego, a la apuesta, al autoengaño.

En mi caso, estaba tranquilo en casa, solo iba a sacar los extractos. Pero soy consciente de que, si esa misma situación me hubiera pillado en otro momento —con dinero, sin deudas, con problemas externos o habiendo bebido, es decir algo que me saque de mi estado mental relajado y de autocontrol—, no sé qué habría hecho. Así lo expliqué en el grupo.

Un compañero comentó que todavía va a bares, y que cada vez que escucha una tragaperras, siente algo en la cabeza. Eso es exactamente lo mismo. El cerebro reconoce el estímulo y se prepara para recibir la recompensa. Es un reflejo condicionado. Creo que pasará mucho tiempo antes de que eso desaparezca. Por eso no puedo creer que todos los que dicen estar bien en terapia lo estén de verdad. Muchos lo están porque han eliminado los estímulos: no llevan dinero, no van a bares ni a casas de apuestas. Pero eso no significa que estén bien; solo que no están expuestos.

La verdadera prueba es qué ocurre cuando vuelves a enfrentarte a esos estímulos. Y cuando eso ocurra, si la cabeza no está preparada, el riesgo de recaída es enorme.

Después de aquella experiencia, decidí sacar todo el dinero de mis cuentas de bróker. Retiré todo el dinero, dejando dos cuentas a cero y en la otra solo diez euros, el mínimo que permiten para no cancelar la cuenta. En cuanto haga la declaración de la renta, sacaré esos diez euros y cerraré definitivamente todas las cuentas. Es una medida de protección, una forma de protegerme de mí mismo, de mi propio cerebro, porque si alfo es cierto en un adicto es que del único que no debes fiarte es de tu propio cerebro , hasta que sea un cerebro sano , porque ahora mismo es un cerebro que esta enfermo y no funciona correctamente.

Puede sonar duro decirlo así, pero es la realidad de esta enfermedad: uno tiene que protegerse de su propio cerebro, de los pensamientos y emociones que pueden empujarte, sin que te des cuenta, hacia el mismo lugar del que tanto te esta costando salir.