39.- Cuando alguien recae

Ayer, durante la terapia grupal, dos compañeros compartieron algo que siempre remueve por dentro: una recaída. Cuando alguien habla de una recaída, el ambiente cambia. Se produce un silencio especial, una mezcla de tristeza, empatía y miedo. Tristeza, porque duele ver a alguien volver a caer en algo que tú también conoces. Miedo, porque inevitablemente te ves reflejado en su historia y piensas: ¿podría volverme a pasar a mí?

El primero en hablar fue un chico que estuvo en el centro hace tres años. Contó cómo, después de seis o siete meses de tratamiento, empezó a aburrirse y dejó de ir a terapia. En mi cabeza apareció un pensamiento inmediato: no me extraña que se aburriera. En cierto modo, su testimonio confirmaba lo que llevo tiempo pensando. Explicó que, según le dijeron en la asociación, había recaído por haber dejado de asistir. Pero él no lo veía así, y en eso coincidí con él. No creo que dejar la asociación sea la causa directa de una recaída. En mi opinión, se recae por algo mucho más profundo: porque no se ha entendido del todo cómo funciona esta enfermedad, ni se han adquirido las herramientas necesarias para controlar el cerebro y las emociones cuando llega una situación límite.

Uno puede intentar adquirir esas herramientas por sí mismo, pero es muy difícil. No imposible, pero sí complicado. Yo mismo estoy aprendiendo mucho fuera de la asociación, a través de lecturas, pódcasts y reflexiones personales. Sin embargo, reconozco que hay cosas que solo puedes encontrar dentro: el poder hablar abiertamente de lo que te pasa con personas que te entienden de verdad.

Porque si algo tengo claro es que nadie que no haya pasado por esta enfermedad puede entenderla por completo. Los psicólogos o psiquiatras pueden aproximarse, pueden comprenderlo desde lo teórico, pero no desde lo emocional. No saben lo que se siente al tener un cerebro que te arrastra hacia pensamientos irracionales, impulsos incontrolables y emociones desbordadas. No saben lo que es tener que desconfiar de tu propia mente.

Por otro lado, también es fundamental escuchar testimonios. Esa parte sí la encuentro fuera de la asociación, a través de los pódcasts de adicciones que escucho cada semana. Pero lo que no puedo encontrar fuera es ese espacio seguro donde hablar sin miedo, donde no hace falta explicar demasiado porque todos saben de qué hablas.

El compañero explicó que esta vez había vuelto mucho peor que la primera, aunque no dio detalles. No dijo si se refería a deudas, a pérdidas o a otras consecuencias. Solo añadió una frase que me impactó: “he hecho cosas que no pensaba que sería capaz de hacer.” Y cuando alguien dice eso, te llega dentro. Porque sabes que podrías ser tú. Porque sabes que, si no haces un buen proceso de rehabilitación, podrías verte en unos años igual, con la vida destrozada otra vez. Me dio mucha pena.

El segundo testimonio fue el de un chico muy joven, de unos veinte años. Hacía tiempo que no le veía. Entró después que yo en la asociación, y solo habíamos coincidido en un par de terapias. Contó que le habían despedido del trabajo, y que había recaído tanto en drogas como en el juego. En su rostro se veía la vergüenza, la inseguridad, tal vez miedo. Impactaba verle hablar. Después intervino su madre. Dijo que cuando su hijo tiene problemas emocionales, ella nota enseguida que algo va mal, pero no puede ayudarle. El chico explicó que, cuando le ocurre algo así, su propio cerebro crea una especie de barrera que no le deja escuchar a nadie. Se encierra en sí mismo y acaba consumiendo, intentando anestesiar el dolor con las únicas armas que conoce: drogas y juego.

Eso es exactamente lo que hace la adicción: busca cualquier grieta emocional para colarse. Los conflictos, las frustraciones, la culpa, el miedo… son las puertas de entrada perfectas. Tu cerebro te conoce mejor que nadie, sabe por dónde atacarte. Y cuando sufres, te ofrece la “solución” que ya conoce: consumir. No porque quiera destruirte, sino porque está programado para buscar dopamina y aliviar el dolor lo más rápido posible. Es su forma de “ayudarte”, aunque en realidad te esté empujando hacia el abismo. En realidad no es que tu cerebro quiera o no ayudarte. Tu cerebro quiere la dopamina , porque esta diseñado así . Es un mecanismo natural diseñado para la supervivencia, ara que repitas una conducta donde obtienes dopamina. Comer y beber aporta dopamina, pero drogarse o jugar aporta aun más dopamina . Y tu cerebro quiere dopamina, piensa que la necesita para sobrevivir. Es cuestión de supervivencia. Y en cuanto tiene la más mínima oportunidad, la va a intentar conseguir sea como sea.

Me quedé con ganas de hablar con él al final de la terapia, pero tuve que irme rápido para llegar a casa. Me hubiera gustado decirle que le entiendo perfectamente, que sé lo que es tener una cabeza que piensa más rápido que tú, que genera pensamientos y emociones con tanta fuerza que te arrastran sin que te des cuenta.

No es fácil frenar una mente así. No es nada fácil. Pero hay una salida: encontrar herramientas que te ayuden a hacerlo. Porque en esta enfermedad no hay pastillas milagrosas ni tratamientos rápidos. Solo hay una cosa: aprendizaje emocional y autocontrol. Y lo más complejo es que cada persona necesita herramientas distintas. Lo que a uno le funciona, a otro no. Por eso es tan importante hablar con el psicólogo, contarle todo lo que sientes, cuándo, cómo reaccionas, qué piensas. Solo así, poco a poco, puedes encontrar tus propias estrategias.

Después de eso, solo queda tiempo y constancia. Con los meses, si haces bien el trabajo interior, vas viendo cómo algunas cosas empiezan a cambiar. Lentamente, pero cambian. Y eso, en el fondo, es la verdadera rehabilitación.