ANTI-TRADING
41.-La bomba de relojería interior
Ayer volví a tener sesión con mi psicóloga. Como siempre, antes de ir trato de pensar qué cosas son las más relevantes para contarle: las mejoras que percibo, lo que me preocupa, y los pensamientos que se repiten en los últimos días.
Esta vez quise destacar algunos avances: duermo bien, me siento más tranquilo, reconozco mejor mis emociones y pensamientos, y consigo gestionarlos de una manera más consciente. Pero también le hablé de algo que me acompaña desde hace un tiempo: una tristeza profunda, aunque curiosamente sin desbordarme. Es una tristeza que puedo mantener sin que me genere ansiedad. Por un lado me siento triste, sí, pero también satisfecho del trabajo que estoy haciendo, de cómo me voy encontrando mejor en casa y en el trabajo, y de cómo empiezo a disfrutar de pequeños momentos que antes no me permitía, como ver una película simplemente por placer, sin sentir que estaba “perdiendo el tiempo”.
Como casi siempre, antes de entrar a la terapia me sentí algo agobiado. Pero después, cuando hablo y verbalizo lo que llevo dentro, salgo aliviado. Suelo dejarme llevar, dejando que la conversación fluya más allá de los tres o cuatro temas que preparo mentalmente. Y cuando salgo, reflexiono sobre lo dicho, porque sé que si algo sale de mi boca, es por algo que el inconsciente necesitaba poner fuera.
Durante la sesión, le conté un episodio que viví hace unas semanas: entré de nuevo en las plataformas de trading para mirar los saldos de las cuentas antiguas. Al hacerlo, noté cómo mi cuerpo reaccionaba al estímulo: el corazón se aceleró, la respiración cambió. En ese momento aparecieron pensamientos conocidos, antiguos… y fui plenamente consciente de algo: soy una bomba de relojería.
Le dije a mi psicóloga que sentía miedo. Miedo de mí mismo. Porque los que tenemos esta enfermedad sabemos que, aunque pase el tiempo sin jugar, el riesgo siempre está ahí. Por no jugar un tiempo, podemos creer que el problema está resuelto, pero no lo está. No está resuelto en absoluto.
Ella me recordó algo importante: “El bicho sigue dentro”.
El cerebro ha cambiado. Los receptores de dopamina se han modificado, y los estímulos asociados al juego siguen grabados en la memoria del cuerpo. En cuanto aparecen, el cerebro reacciona como si necesitara jugar para sobrevivir. Por eso, al principio de la rehabilitación, son tan necesarias las barreras: no manejar dinero, que otra persona controle las cuentas, evitar situaciones de riesgo. Porque si el impulso aparece en un mal momento, y no estás fuerte, puedes recaer.
Le dije que estoy investigando mucho sobre cómo funciona esta enfermedad, porque necesito entenderla. En las terapias grupales se habla poco de esto, y creo que es esencial conocer el proceso interno. La adicción es una enfermedad invisible, y comprender lo que ocurre por dentro es clave para no subestimarla.
Esta enfermedad no tiene cura. Lo único que se puede hacer es controlar al bicho, conocerlo, reconocerlo cuando aparece, observar cómo actúa y aprender a gestionar las emociones que lo activan.
¿Cómo se consigue esto?
Con autoconocimiento, paciencia y mucha disciplina mental. Aprendiendo a no hacer caso a tu propia cabeza cuando te propone cosas que sabes que te harán daño.
No es fácil.
Intenta no mirar el móvil durante un par de días, por ejemplo, verás que cuesta mucho. El cerebro te empuja a hacerlo porque lo asocia con placer, con recompensa inmediata. Lo mismo pasa con el juego. Nuestro cerebro se ha acostumbrado a esos picos de dopamina. Por eso, dejar de jugar no es simplemente “decidir no hacerlo”: es luchar contra una parte de ti mismo que cree que lo necesita para sobrevivir.
Hablamos también de esa tristeza que me acompaña. Mi psicóloga me explicó que es normal que aparezca una etapa de duelo durante los primeros meses de abstinencia. Es el duelo por la pérdida de la relación con el juego. Aunque fuera destructiva, era una relación intensa, constante, que ocupaba tu mente y tus emociones. Al desaparecer, queda un vacío similar al que deja la pérdida de un ser querido.
Pero con el tiempo, el cerebro se reestructura gracias a la neuroplasticidad. Poco a poco, el sistema se adapta, el “bicho” pierde fuerza y los deseos compulsivos se hacen más débiles. Es un proceso lento, pero real.
El problema surge cuando alguien se confía antes de tiempo. Cuando cree que está curado, sin haber completado el proceso, y vuelve a exponerse a estímulos. Entonces, si la vida le golpea en un mal momento, recae.
Por eso creo que la clave está en ser sincero con uno mismo. No limitarse a ir a las terapias por cumplir. Hay que implicarse de verdad, observarse, compartir lo que sientes sin filtros, y permitir que los profesionales vean tu proceso interior.
Mi psicóloga me repitió varias veces que estoy haciendo un trabajo muy profundo, y me alegra escucharlo. Porque este camino es duro, muy duro, pero también transformador.
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