6.- Mi primera cita con el psiquiatra

He de reconocer que estaba algo nervioso antes de entrar. La figura del doctor imponía. Ya había escuchado algunos de sus comentarios a los compañeros en terapia y también algunas de sus intervenciones, siempre directas y certeras. Tenía ganas de verle, sobre todo por las palabras de la compañera veterana que me hizo la acogida: “Es una eminencia; tenemos la suerte de contar con él”. Me quedé con eso. El doctor ha superado con creces la edad de jubilación y sigue en activo, probablemente por pura vocación. Además de tener su consulta privada, ejerce de forma altruista en la asociación.

Me recibió con algo de retraso, cosa que no me importó. Sacó mi sobre, numerado con el 3158, y no pude evitar pensar que más de tres mil personas habían estado exactamente en el mismo lugar en el que yo me encontraba en ese momento. Abrió el sobre y comenzó a revisar los resultados de la batería de tests de personalidad, impulsividad, depresión, ansiedad, etc., que había cumplimentado días atrás en el centro. Mientras los leía, me pidió que le resumiera mi historia con el juego, algo que esta vez pude hacer con mucha más soltura y menos sufrimiento que en ocasiones anteriores. Ya se nota la experiencia de ir contando mi testimonio.

A ellos nada les sorprende. Ni las cantidades perdidas, ni las causas, absolutamente nada. Entienden perfectamente que esta enfermedad te arrastra al más absoluto desastre económico si no se detiene a tiempo. Por eso, lo ven como algo natural dentro del cuadro clínico.

Se detuvo en un punto que él consideró importante: mi genética. Detectó antecedentes familiares de juego. Después, con una leve sonrisa, comentó que los cuestionarios estaban “muy bien” y que mi pronóstico era bueno, ya que mi insight —la conciencia de la propia enfermedad— era el adecuado. En cuanto a trastornos patológicos, solo había dado positivo en impulsividad. Bromeó diciendo: “Sorprendentemente, no te ha salido ninguna otra patología… y eso que te hemos evaluado 16 posibles trastornos”.

Analizó más a fondo los resultados. Vio que algunos valores estaban altos sin llegar a ser clínicamente patológicos, pero que merecía tener en cuenta: ansiedad algo elevada, y un nivel aún más alto en depresión. Según él, soy “más depresivo que ansioso”. Luego nombró otro aspecto que me llamó la atención: el límite de personalidad. No era patológico, pero estaba “rozando el larguero”.

Le hablé de mi padre biológico, de sus problemas con el juego y el alcohol, y de cómo mi madre se separó de él cuando yo tenía dos años por malos tratos derivados de esas adicciones. Le expliqué que hasta hace un año nunca había hablado con mi madre de este tema, pero que tras su pérdida de memoria sentí la necesidad de preguntarle. En una de mis crisis, necesité saber. Él, con cierto humor, comentó: “Vaya genética tienes, majo… pero con esfuerzo y ganas se puede luchar incluso contra la genética”.

En ese momento, quise compartir algo muy personal. Le dije que estaba muy contento con el centro, que había encontrado algo que no había visto en ningún otro lugar. Le conté que días antes había hablado con mi mujer y coincidíamos en que ni con amigos ni con familiares habíamos experimentado algo así. Le dije al doctor, de todo corazón, que en la asociación sentía una libertad absoluta para expresar sentimientos y vivencias sin miedo a ser juzgado, que es un espacio donde todo el mundo te apoya, y donde el cariño se percibe incluso en las miradas. Le expliqué que eso lo hacía único.

Noté que mis palabras le gustaron. Se despidió con un apretón de manos firme, diciéndome que esperaba lo mejor de mí y que considerara la asociación como mi casa, una gran familia. Salí de allí con una sensación de gratitud profunda y la certeza de estar en el lugar en el que debo estar.