Por qué a los adictos les cuesta encontrar la felicidad: una mirada desde la neurociencia

Una de las grandes paradojas de la adicción es que aquello que en un principio produce placer acaba robando la capacidad de sentirlo. Quienes hemos pasado por una adicción —sea al juego, a las drogas, al alcohol o incluso al trabajo— sabemos bien lo que significa perseguir una sensación que cada vez se aleja más. La neurociencia ha estudiado en profundidad este fenómeno, y sus conclusiones son tan reveladoras como duras: la adicción altera profundamente la química del cerebro y, con ello, la forma en que experimentamos la felicidad.

El secuestro del sistema de recompensa

En condiciones normales, nuestro cerebro libera dopamina —el neurotransmisor del placer y la motivación— cuando realizamos actividades gratificantes: comer, socializar, hacer ejercicio, escuchar música o alcanzar una meta. Este sistema de recompensa nos motiva a repetir conductas saludables que favorecen la supervivencia.

Pero cuando aparece una sustancia o conducta adictiva, como el juego o el trading compulsivo, este sistema se ve “hackeado”. La dopamina se dispara de forma artificial y masiva, mucho más de lo que lo haría ante estímulos naturales. El cerebro, que busca siempre el equilibrio, responde reduciendo la sensibilidad de los receptores dopaminérgicos (D2, principalmente).


En otras palabras: cuanto más placer forzado recibimos, menos capaces somos de disfrutar del placer real.

La anhedonia: cuando nada parece tener sentido

Este reajuste provoca un fenómeno conocido como anhedonia: la pérdida de la capacidad para sentir placer o interés por las cosas que antes nos motivaban.


La comida, la música, las relaciones sociales o incluso el descanso dejan de producir satisfacción. Es como si el cerebro se apagara emocionalmente y solo respondiera a aquello que genera un estímulo intenso y artificial: la conducta adictiva.

Por eso, cuando el adicto deja de consumir (o de jugar, o de operar en los mercados), experimenta una profunda sensación de vacío, tristeza y apatía. El cerebro, literalmente, ha olvidado cómo sentirse bien de manera natural.

Hormonas y neuroquímica del malestar

Además de la dopamina, otras sustancias neuroquímicas se ven afectadas:

  • Serotonina, asociada al bienestar y la estabilidad emocional, tiende a disminuir, generando estados depresivos.

  • Noradrenalina, relacionada con la energía y la atención, se desregula, contribuyendo a la ansiedad y la irritabilidad.

  • Endorfinas, que alivian el dolor y el estrés, también se reducen, dejando al cuerpo más vulnerable al malestar físico y mental.


    El resultado es una tormenta neuroquímica que mantiene al adicto atrapado entre la necesidad de estímulo y la incapacidad de disfrutarlo

La lenta reconstrucción del placer

La buena noticia es que el cerebro puede recuperarse. La neuroplasticidad —su capacidad para regenerarse y formar nuevas conexiones— permite que, con el tiempo, el sistema de recompensa vuelva a equilibrarse.


Sin embargo, este proceso es lento y frustrante. Pueden pasar meses o incluso años hasta que los niveles de dopamina y la sensibilidad de los receptores se normalicen. Durante este tiempo, el adicto debe enfrentarse a la vida sin la anestesia del estímulo, soportando una realidad que, al principio, parece gris y sin brillo.

Por eso es tan importante el acompañamiento terapéutico y psicológico: aprender a tolerar el malestar, a reconectar con las pequeñas fuentes de placer auténtico, y a reeducar al cerebro para que vuelva a disfrutar de lo simple.

Volver a sentir

La recuperación no es solo dejar de consumir o de jugar; es volver a sentir. Redescubrir el placer en las pequeñas cosas, en los vínculos reales, en el descanso, en la naturaleza o en un simple momento de calma.


Poco a poco, el cerebro aprende de nuevo que la felicidad no está en el pico dopaminérgico de un estímulo artificial, sino en el equilibrio y la serenidad.

Quizá la neurociencia no pueda enseñarnos qué es la felicidad, pero sí nos recuerda algo esencial: cuando el cerebro se calma, el alma puede respirar.