Prólogo

Escribir un libro no es una tarea sencilla. Especialmente cuando el libro que vas a escribir eres tú mismo.
No puedo decir que haya decidido hacerlo; más bien siento que algo dentro de mí lleva años —al menos cinco— pidiéndomelo a gritos. He hecho varios intentos fallidos, aunque solo uno llegó a ver la luz, hace exactamente un año. Lo escribí en tiempo récord: en quince días tenía montado todo el esqueleto y, durante un par de meses, lo fui puliendo.

Aquel libro nació de una experiencia muy extraña, de esas que uno acaba relacionando con la famosa Ley de la Atracción, que llevaba un par de años investigando. Recuerdo perfectamente aquella escena. Me encontraba sumido en la más profunda desesperación. Veía cómo se me escapaban entre los dedos los casi noventa mil euros que había ganado diez meses antes en una operación en bolsa. En menos de un año lo había perdido casi todo.
A eso se sumaba un problema gravísimo en el trabajo, que me estaba consumiendo.

Recuerdo que le dije a mi hermana que necesitaba tiempo para escribir un libro y desconectar del trabajo, pero ya no me quedaban vacaciones. Lo deseé con todas mis fuerzas.
Y ese mismo día, a media tarde, recibí la llamada de un amigo: le faltaba una persona para un partido de pádel. Solo una hora —me dijo—, y esa palabra fue clave. Si me hubiera dicho que era hora y media, no habría bajado, pero accedí.

Estaba tan estresado que se lo comenté a mi mujer. Ella me animó: “Ve, te vendrá bien despejarte un poco.” Así que bajé a jugar con ilusión.

A los diez minutos de partido, al intentar devolver una bola que rebotaba en el cristal de fondo, hice un gesto brusco hacia atrás, intentando rescatar una bola imposible , imitando a los los jugadores profesionales. En ese instante noté cómo el hombro se salía de su sitio. Instintivamente llevé la mano izquierda para sujetarlo. Fue cuestión de milésimas de segundo. No fue exactamente dolor, pero sí una sensación muy desagradable, como si algo se desgarrara por dentro.

El brazo, tras el movimiento explosivo, volvió como un péndulo a su posición natural, y mi mano izquierda —milagrosamente apoyada sobre el hombro dislocado— ejerció una leve presión que hizo que todo volviera a su sitio.
Al día siguiente, el traumatólogo confirmó que había sufrido una subluxación: no una luxación completa, pero sí con daños internos similares. Tenía que guardar reposo quince días. Sin conducir, sin trabajar.

Fue entonces cuando pensé:

“El universo te da lo que pides, pero no siempre de la forma en que lo imaginas.”

Había pedido con todas mis fuerzas quince días de descanso para escribir… y ahí los tenía.
Eso sí, con el brazo derecho inutilizado.

Pero yo soy cabezota. Me las apañé colocando cojines en la silla para poder escribir en el ordenador con el brazo a noventa grados, sin que el hombro protestase. Y me puse a escribir.

Pasé quince días diciéndome que el universo me había dado una oportunidad, y que tenía que aprovecharla. Las ideas me venían por la noche, me levantaba a escribir, dormía poco. Solo paraba para llevar a los niños al colegio, ayudarles con los deberes o ir a rehabilitación.

En lugar de escribir el libro que necesitaba escribir —mi historia— acabé desviándolo hacia la ficción. No lo publiqué, pero me sirvió de mucho.
Me demostró que puedo escribir un libro. Que tengo capacidad de esfuerzo y disciplina cuando hago lo que realmente deseo.
Y también me enseñó algo más doloroso: que, a veces, en este mundo no interesamos a nadie.

Lo digo porque, una vez terminado, lo envié al grupo de WhatsApp de mi familia.
Mi padre ni siquiera me felicitó.
Nadie lo leyó.
Algunos lo empezaron, pero nadie lo terminó ni me dio su opinión. Increíble.
Quiero pensar que es porque no les gusta leer, y no porque no les interese quien lo escribió.

Un año después, aquí estoy de nuevo.
Con más vivencias. Con las ideas más claras.
Y con la misma necesidad de contar mi historia, aunque siga sin saber del todo cómo empezar.

Podría hacerlo hablando de que mis padres se separaron cuando yo tenía dos años, por los malos tratos de mi padre hacia mi madre.
Podría contar que nunca volví a verlo.
O que este año descubrí que mi padre había sido cura.
Podría hablar de mi adicción al trading, de cómo mi sueño de vivir de él acabó convirtiéndose en mi peor pesadilla, arrebatándome justo aquello que buscaba: el tiempo y el dinero.
Podría hablar de la Ley de la Atracción y de cómo, en momentos clave, el universo pareció darme exactamente lo que pedía.

No lo sé.
Siempre he pensado que empezar un libro es lo más difícil.
Así que he decidido que este texto sea el inicio.

Me presento. Y te doy la bienvenida a mi historia.
Espero que disfrutes leyéndola tanto como yo voy a disfrutar escribiéndola.

Cuando nací, parece ser que mi padre me inscribió en el registro civil utilizando su mismo nombre: Andrés, en contra de los deseos de mi madre.
Cuando ella se separó de él, empezaron a llamarme con el nombre de uno de mis bisabuelos, ya fallecido.
Yo debía tener unos dos años, así que solo recuerdo este otro nombre, con el que todo el mundo me conoce ahora.

La ludopatía es una enfermedad cruel, y, sobre todo, muy estigmatizada.
No quiero escribir este libro con mi nombre y apellidos reales. No quiero que la gente sepa —al menos de momento— que he tenido problemas con el juego.
Así que, aprovechando que me cambiaron el nombre y el primer apellido, utilizaré como pseudónimo el nombre con el que nací: Andrés.

Aunque he de reconocer que no me identifico con él.
De hecho, a día de hoy hay ciertas personas a mi alrededor que se llaman así, y con las que mantengo un conflicto reciente.
Así es el universo, a veces parece gracioso, a veces cruel.

Hay cosas que no comprendemos, que cuesta ponerles nombre o explicar por qué suceden.

Como esta, con la que voy a cerrar el prólogo.
Hace justo un año, mientras dudaba sobre qué pseudónimo usar y lidiaba con este conflicto —que puede parecer una tontería, pero os aseguro que para mí no lo era—, pasé varios días dándole vueltas a si debía mencionar a mi padre biológico o utilizar mi nombre de nacimiento.

Y justo en esas semanas, mi hijo mayor, que entonces tenía ocho años, vino un día y me preguntó:
—Papá, ¿a ti te cambiaron el nombre?

Le respondí:
—No, hijo, ¿por qué lo preguntas?

Y él, simplemente, dijo:
—Por nada.

A los pocos días, me volvió a hacer la misma pregunta.
Le contesté otra vez lo mismo:
—No, hijo, ¿por qué lo preguntas?

Y volvió a responder:
—No, por nada.

Hablé con mi mujer para saber si él le había preguntado lo mismo o si ella le había contado algo de mi pasado, pero me confirmó que no, obviamente .
Así que, un año después, sigo con la misma pregunta rondándome la cabeza:
¿Fue telepatía? ¿Hablé en voz alta en sueños? ¿Lo intuyó de alguna forma?

No lo sé. No puedo saberlo.
Pero, si me acompañas en este libro, te contaré numerosas cosas que me han sucedido y que son, como esta, difíciles de explicar...
pero que, por muy extrañas que parezcan, me han sucedido.